Tolerancia

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duboisCuando se pide que Europa vuelva a sus raíces y deje de ser tolerante con los intolerantes, para muchos eso muy bien puede significar que regrese a la quema de brujas, a los guetos y a la quema de libros (con el autor del libro incluido). Así pues, exigir suspender la tolerancia por fobia contra el culturalmente diferente acarrea el olímpico olvido de que ella sólo fue válida cuando la generalidad de Europa estaba plagada de súbditos antes que de ciudadanos.

Pequeño detalle que dejan pasar incluso los más fervientes partidarios de la idea de la universalidad de los derechos. Todo un anacronismo anotado por Thomas Paine a fines del siglo XVIII, pues a un individuo con derechos la tolerancia le es poca cosa en relación a sus derechos. Pero si estamos ante una persona sin derechos, la tolerancia es lo más próximo a poder gozar de un derecho… aunque luego se lo quite el que lo tolera.

Innegablemente, la moderna reivindicación de la tolerancia surgió de los disidentes protestantes del siglo XVI. Hasta antes del cisma, la cristiandad se asumía como una sola (tanto en su credo y como en su liturgia).

Desde la convicción de que sin religión la sociedad se quiebra, Tomás de Aquino juzgaba que no puede haber magistrado disidente de la fe de su pueblo. Bajo ese tenor, se diferenciaban las libertades de la mayoría de los creyentes de los meros permisos (totalmente revocables) que las autoridades les daban graciosamente a los que profesaban otros credos. Tal es como en la Europa católica eran tolerados los judíos, pero no precisamente los musulmanes. Aunque la España mahometana sí aceptó la convivencia con judíos y cristianos, a pesar de las no pocas revocaciones.

Lejos estaba el imperio del lema del senado romano: deorum offensæ diis curæ, sólo a los dioses corresponde ocuparse de las ofensas hechas a los dioses. Los alrededor de diez mil muertos en toda Francia luego de la Noche de San Bartolomé (23 de agosto de 1572), la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y otras “pequeñas matanzas” serán puntuales muestras de un doloroso aprendizaje.

Si advertimos que John Locke y Voltaire pontificaron sobre la tolerancia a pesar de no estar dispuestos a tolerar a determinados creyentes de su mismo Dios, veremos que el problema no se resolvía desde la mera tolerancia. Cuando Locke se negaba a reconocer el derecho de ciudadanía a los católicos y a los ateos y Voltaire a los jesuitas, acaso a los franciscanos e indiscutiblemente a los ateos, terminaban negando un principio que ambos tenían como medular: que todos los hombres son naturalmente libres.

Si sopesamos que en la liberal Inglaterra del siglo XIX los ateos y católicos carecían de iguales derechos que los anglicanos y demás miembros de las otras iglesias protestantes, nada complicado será intuir qué podría ocurrir en otras sociedades. Como muestra de esto último, a Hitler sólo le bastó suspender “siete derechos fundamentales” de la Constitución de Weimar para terminar rehabilitando guetos, quemas de brujas y de libros (con su autor judío incluido).

Obviamente, ese es el problema de concebir los derechos como tolerancias. Un defecto de las sociedades que sólo conocen las libertades ciudadanas sólo por los filosóficos libros de texto o por sesiones de espiritismo antes que por su civil ejercicio.

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